17.2.11

La política como arma arrojadiza

La Berlinale vive una jornada tan políticamente comprometida como aburridamente aburrida (y van dos)... Dice Asghar Farhadi que hacer cine en Irán es hacer política. "Si los cineastas huímos del país, les damos la razón a ellos".
Ellos, obviamente, son necesariamente 'los otros' (y aquí vale tanto la acepción 'sartriana' del término -tal como fue formulada en 'A puerta cerrada'- como en su significado en 'Perdidos', la serie).

En su película, 'Nader and Simin, a separation', la más clara favorita para el Oso de Oro, se hace, por tanto, política. Sobre el papel, la película no es otra cosa que la pautada narración de la crisis de una pareja. No hay proclamas, manifiestos o mensajes. Simplemente, hay cine. Y, sin embargo, por los huecos que deja la cámara al moverse se entrevé una sociedad entera con sus miserias, sus fracasos y, sobre todo, su hambre acumulado de sustantivos abstractos (ya saben, justicia, libertad y otros humores del bienestar). Furiosamente política, pues.

Todo esto a cuenta del tema del día en la Berlinale: la política. Tanto la cinta alemana 'If not us, who' (Si no nosotros, quién), de Andres Veiel, como la israelí 'Lipstikka' (Lápiz de lábios), de Jonathan Sagall, se anunciaban con la voluntad expresa de reflexionar sobre los hechos recientes, o no tanto, que han hecho de sus respectivos países lo que son. Cine políticamente político. En los dos casos, lo que alimenta la intención de cada frase, de cada imagen, es reflejar, tal como lo hace un espejo, el mundo del que nacen y que les da sentido. De paso, como toca en estos casos, vaya por delante la denuncia. El compromiso padece estas esclavitudes. Pues bien, y adelantamos el resultado, en ninguno de los dos casos el resultado está a la altura de las altas intenciones.

'If not us, who' se comporta como un telefilme incapaz de trascender los recuerdos alborotados
Por partes. En la película alemana, el director se lanza a la ingente tarea de dar con las raíces del terrorismo de los años setenta. Hablamos de la Fracción del Ejército Rojo. Su punto de partida es el escritor y editor Bernward Vesper, pareja de Grundun Ensslin, que junto a Andreas Baader, Ulrike Meinhof y otros tantos formaron el núcleo duro de la banda. Un segundo para respirar entre tanta consonante germana y seguimos. Pues bien, la idea es reconstruir el estado emocional y social en el que surgió el conflicto, la ira y la sangre.

El problema básico es que toda la cinta se comporta como un telefilme incapaz de trascender la marea de datos, las imágenes históricas y los recuerdos alborotados. Desde el principio, la película evita tomar partido o si lo hace es siempre de la forma menos brillante. La idea original es ligar el complejo de Edipo que arrastra el protagonista (hijo de un literato de afiliación nazi) con el desastroso resultado final. Si se apura la tesis, todo se queda en hacer coincidir la ceguera nazi de los años treinta con la sordera terrorista de los setenta. De por medio, un silencio cómplice en el que los padres engañaron a sus hijos. Lo que así dicho, suena hasta un hallazgo, sobre la pantalla no es más que una tesis apuntada, mal razonada y, lo peor, muy aburrida.

La gracia del cine político consiste en dejar ver, en mostrar mejor que decir. En realidad, ésta es la virtud de cualquier cine interesante. No se trata de señalar con el dedo (algo de muy mala educación) el sitio exacto al que tiene que dirigir la mirada el espectador. Lo suyo es que el que observa decida. El problema del cine comprometido mal entendido es que no deja opción, simplemente machaca los oídos.

El caso de la cinta israelí es parecido. Si acaso algo más doloroso, por osado y pretencioso. 'Osadoso', para abreviar. Una pareja de mujeres palestinas se reencuentra en Londres después de mucho tiempo. De repente, entre ellas estallan los fragmentos de una memoria fracturada. Con estos elementos, el director se entretiene en rastrear las heridas de la guerra, cualquiera de ella. Las memorias de una y otra se mezclan, pelean, hieren y, finalmente, contradicen. Porque, nos dice 'Lipstikka', todo es pura contradicción. De nuevo, la poco confianza del director en la capacidad de razonar de los espectadores a los que se dirige termina por arruinar un proyecto empeñado en subrayar, rotular y, por fin, arruinar cada una de las ideas. Cine comprometido, pero cargante, muy cargante.

En 'Come rain, come shine', el director dirige la cámara a los ángulos muertos, donde el drama ni existe ni se le espera
Farhadi dice que su cine es político porque no puede ser de otro modo. Es más, se muestra convencido que el cine, como cualquiera de las artes (subvencionadas o no), si es bueno, es político. Y va a ser que tiene razón. Por lo demás, y por aquello de no dejar una esquina sin barrer, el coreano Lee Yoon-ki presentó 'Come rain, come shine', la penúltima película a competición. Como ya hemos visto en otras cintas de esta Berlinale, la estrategia del director consiste en dirigir la cámara a los ángulos muertos, allí donde el drama ni existe ni se le espera.

Como ya hiciera hace unos días el argentino Ricardo Moreno, la idea es desnudar el gesto hasta radiografiar la parte de atrás de cada intención. Bonito proyecto, cansadísimo resultado. Una pareja se separa. Entre ellos, primero el silencio, luego nada. Pero una nada, muy nada. De aquí hasta el final todo es esperar a que deje de llover. Todo un reto a la capacidad de aguante del ser humano. Y así.

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