21.5.11

El diablo viste de Dylan

Bob Dylan
Cleveland, Ohio, 20 de enero de 1988. Salón de la Fama del Rock and Roll. Bruce Springsteen sube al estrado y presenta al maestro: «La primera vez que oí a Bob Dylan, estaba en el coche con mi madre escuchando la radio, cuando sonó aquel toque de tambor como si alguien estuviera abriendo a patadas la puerta de tu mente... “Like A Rolling Stone”».
Era el 15 de junio del 65 cuando aquel baquetazo de Bobby Gregg y el riff del órgano de Al Kooper, la voz de Bobby, la letra (la primera versión tenía diez folios) y la intensidad de esa canción cambiaron la historia de la música popular.

Un mes después, en el Festival de Folk de Newport, donde Dylan había triunfado en 1963 y 1964, Pete Seeger, el folclorista Alan Lomax y otros puretas folkies no daban crédito a lo que oían. Desde el escenario se les venía encima una tormenta de voltios, Bob tocaba «Like A Rolling Stone» a todo trapo, electrificada. Estaba dando un golpe de timón trascendental que probablemente ni él mismo ni nadie pudo entender en su momento.

Pero allí estaba todo. La tradición que Bob llevaba hasta en el último glóbulo de su sangre y la electricidad. El rock y la herencia tradicional, que venía del otro lado del Atlántico, pasó por los Apalaches, y se fundió en negro en el Mississippi, habían pasado por la vicaría. El rock ya no era cosa de chico quiere chica, las rimas noche-coche, y la rebeldía sin causa. La poesía y el voltaje cabalgando juntos a lo largo de seis minutos. Una canción en espiral, que vuelve sobre sí misma, y que al escucharla hace que te sientas en el programa de centrifugado de una lavadora. Podría durar toda la vida.

La historia la conoce todo el mundo. Pero las leyendas apuntan otras ideas en la formación del genio, en la trascendencia de sus cincuenta años de trabajo. La primera es jugosa. Bobby habría visitado el mismo cruce de caminos de una ciudad del Delta donde el bluesman Robert Johnson entregó su alma al Diablo, a cambio del don de los tres acordes. Que Bob fue ángel y que hoy es demonio queda claro en las fotos. Pero Bobby pidió más que Johnson. Pidió que su cabeza pudiera almacenar toda la música popular, tradicional, clásica y hasta austrohúngara que existiera. Blues (todo), jazz (mujeres, sobre todo), folk (la Carter Family, Woody Guthrie), country (Hank Willimas, Jimmie Rodgers), rock and roll primigenio (Buddy Holly), duduá, rockabilly, country and western, jigas escocesas, baladas irlandesas, los Beatles, el góspel, Chopin, Tchaikovski, Falla… todo ha sonado en el juke-box, en la gigantesca gramola que es su cerebro, esa esponja que cuando se exprime dejar chorrear algo inconfundible: Dylan. O lo que sea, que la música popular es de todos y no es de nadie, que lo que no es tradición es plagio.

Al pie de la letra
Hemos puesto la música. Vamos con la letra. Bob dice que a los 10 años se sabía el «Don Juan» de Byron de memoria. Seguro. Pero en Nueva York se zampó la biblioteca de un colega, un tal Ray Gooch. Tomen nota, como hizo Dylan: Gogol, Balzac, Hugo, Dickens, Eliot, Rousseau, Maquiavelo, Ovidio, Tucídides, Bolívar, San Alberto Magno, Poe, Shelley, Freud, Pushkin. ¿Llevaba camino de ser un buen letrista, o no? Todo eso en el caldero en el que desde su niñez judía ya hervía la Biblia, del primero al último de sus versículos que se conocía de memoria. Poque eso parece a veces el cancionero de Bobby: la Biblia en verso. El ritmo lo ponen los trenes que cruzaban Minnessotta, que llevaban al paraíso o a ninguna parte. La Guerra Fría, Vietnam, Kennedy, Cuba, la crisis de los misiles, Ginsberg, James Dean, Brando, Luther King, los Chevrolet, la cadena Westinghouse, la Cábala, un leñazo en una moto, su conversión en Cristo... hicieron el resto. Y luego, como el Judío Errante, a cantar y cantar en una gira interminable por esos mundos de Dios o de Yahvé, desde hace treinta años.

Un día, el 19 de julio de 1995, en La Riviera de Madrid, estuve a cinco metros de él, de Dylan. Olía a azufre.

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