La voz del director |
La economía dominicana tiene que darse un baño a
pueblo. Los economistas para
sincerizarse con la realidad, tienen que dejar los salones de aire
acondicionado, y los pisos acolchados con mullidas alfombras y darse un baño de
sol.
Estar en un cuarto con luces ambientales y un ordendor al alcance de la mano, hace que los
economistas vean los problemas sociales
como simples números y fórmulas, olvidándose que se juega con el futuro de seres
humanos.
Por eso la economía dominicana debe salir de los libros
de texto, de los bancos, de los analistas, y montarse en un carro de concho o
una guagua pública.
Por lo menos hay dos países diferentes, (para el caso que
nos ocupa), visto por el tecnócrata de saco y pantalón de lino irlandés, y el
hombre que a sudor y músculo gana un salario mínimo.
Aunque usted no lo quiera, los economistas, que son una
minoría que cabe en el puño de una mano, dirigen el destino de la nación,
mientras que la gran mayoría es ese pedro pueblo, ese hijo de machepa, que no
encuentra defensor.
Hay fraccionamientos sociales, que con el tiempo se
ahondan y pueden generar un clataclismo, cuando en el balance económico no se
toma en cuenta el destino de los más necesitados.
Es el caso de las estadísticas de las instituciones
económicas, que hablan de progreso, de desarrollo, de venta y compra de
vehículos e inmuebles, sin aplicar el bisturí en una llaga purulenta.
Cierto que hay segmentos de la población que cambian el
carro cada año, o a los más cada tres años, y que adquieren en el plano los
apartamentos de los modernos edificios y tienen seguros médicos de lujo para
atender sus enfermedades.
Pero señores, hay otra cara, hermana de esa opulencia, y
es la miseria más espantosa que padece el 70 por ciento de los dominicanos.
Una mayoria significativa
de connacionales se levanta cada día sin saber donde está su desayuno,
su comida o su cena, y sin posibilidades de recibir asistencia médica, en caso
de que se enferme o sufra un accidente.
La miseria y la riqueza son hermanas, provienen de la
misma madre, del mismo padre, de la misma alegría o de la misma desgracia.
La mala distribución de esa riqueza, la acumulación de
esos bienes sin sentido social, es lo que arrincona a millones de personas que
sienten tronchado su camino al progreso.
De ahí surgen las desigualdades sociales, las
revoluciones, los dictadores que se encaraman en la ola prometiendo mejores
condiciones de vida, o la simple represión para que todo siga igual.
Los economistas pueden un día ponerse tenis, pantalones
mecánicos, montarse en una guagua de Juan Hubieres y ver la otra cara de la
moneda de su trabajo.
Es la mejor forma de comprender porque surgen las teas
sociales y la disconformidad de millones. Por un día, dejemos el Jean Paul
Gautier y corramos el riesgo de que nos peguen grajo.
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