A Steven Soderbergh se le pueden discutir muchas cosas pero a estas alturas nadie puede negarle su condición de gran cineasta. Esa condición, que va más allá de unas cuantas películas más o menos afortunadas, puede verse en casi todos sus trabajos a uno y otro lado del eje hollywoodiense.
Soderbergh es detallista, conciso y específico hasta decir basta. Posee habilidad para el encuadre y la composición y ojo clínico para el ensamblaje de repartos de cualquier estilo o condición y, además, es endemoniadamente listo.
En el reparto de este magnífico ejemplo de contención (semi)apocalíptica sitúa el director a un esplendido grupo de actores
El director cuenta la historia de un virus que aparece de repente (estas cosas no acostumbran a avisar) y cuya agresividad convierte el mundo en un gran matadero en cosa de días. Obviamente no hay cura a la vista y -para empeorarlo- el contagio se produce por una simple cuestión de contacto: un apretón de manos, una copa compartida, un beso en la mejilla. Eso convierte el globo en un amasijo de islotes donde nadie confía en nadie y las relaciones sociales quedan reducidas a la nada. No tira Soderbergh de los tópicos de costumbre sino que estudia (plano a plano, secuencia a secuencia) los confines de nuestra capacidad para soportar el azote de la pandemia sin sucumbir al instinto animal y perder la chaveta: su conclusión es que no tardaríamos demasiado en acabar a palos. La otra conclusión, no menos curiosa, es que la burocracia mata más gente que cualquier virus.
En el reparto de este magnífico ejemplo de contención (semi)apocalíptica sitúa el director a un esplendido grupo de actores que sin embargo aparecen por estrictas necesidades narrativas: un ratito de Matt Damon, un ratito de Gwyneth Paltrow, un ratito de Jude Law (el personaje más debilucho del coro) y un ratito de Kate Winslet. No hay ningún tour-de-force sino un estupendo trabajo colectivo en el que cada uno viaja por su cuenta y muchos/as no llegan a su destino. El montaje es la otra gran baza del filme, perfecto en su cadencia (esos flashes de aeropuertos, estadios y calles vacías y el contraste posterior con el caos de los hospitales y las comisarías) y ayudado por la absorbente compañía de la magnífica banda sonora de Cliff Martinez, un habitual del director desde Sexo, mentiras y cintas de video. Contagio es en suma un rara avis que ni es un retrato íntimo del fin de los tiempos ni una de esas películas donde algo o alguien acaba arrasando el planeta hasta que al final los supervivientes sonríen a cámara y prometen volver a empezar. Precisamente por eso, por su negativa a meterse en un género concreto e ir por ahí arrastrando la etiqueta, ha recibido un generoso aplauso al final de su pase para la crítica. Soderberg, para que conste, sigue atesorando toneladas de talento.